lunes, 9 de noviembre de 2015

Por la mañana, en una calle cualquiera


Hará un par de meses que una lectora me envió un mensaje para interesarse por mí y decirme que echaba de menos mis artículos. Era su segundo mensaje desde que dejé de escribir en este espacio de reflexiones, vivencias y desvaríos. Y uno, tras superar un breve y pasajero ataque de egolatría, se pregunta por qué dejó de escribir, incluso por qué empezó a escribir. Supongo que comencé por el simple deseo de compartir ideas y vivencias y que dejé cuando me descubrí cascarrabias y protestón; porque Tras los visillos nació, ya lo dije en alguna ocasión, con vocación optimista mas los tiempos me tornaron el tono en gruñón y avinagrado y para repartir agraz ya hay sobradas y avezadas voces.

Pero por más que unos y otros se empeñen en oscurecer estos tiempos oscuros, siempre hay una situación, una imagen, un instante que nos recuerde que hay más claridad que la que nos permitimos ver, más luces que sombras y, en esta ocasión, es precisamente de un universo sin luz y sin color de donde parte ese rayo amable, optimista y, sobre todo, ejemplar.

No hace mucho que cogimos los bártulos y mudamos la oficina: pasamos de una calle de barrio con sabor a barrio, con vida de barrio, con señoras con cesta de la compra y con sus desconchones en el pavimento a una calle con edificios oficiales, con algún portal de viviendas de “cierto nivel”, con vidilla de funcionarios y gentes que hablan de asuntos importantes, cartera bajo el brazo y ademán de mucha prisa, y con su pavimento liso, impecable, que alterna granito bien pulido con alineados y lustrosos adoquines.

Pavimento con desconchones, pavimento de pulida piedra; humilde cemento, lustroso granito: ni uno ni otro os libráis.

Por aquella acera de barrio, de aquel cemento tristón surcado de líneas diagonales que forman pequeños cuadrados paseaban perros con señoras en zapatillas. Por este elegante pavés pasean perros con señoras encumbradas en finos tacones o con elegantes señores jubilados que acaban de comprar el periódico. Pero más allá del atuendo de los dueños no hay mucha diferencia, todos van igual de alegres y todos tienen la misma urgencia mañanera y, fieles cumplidores de la educación recibida, liberan el vientre toda la noche reprimido con gesto de alivio y satisfacción del deber cumplido: la caca fuera de casa. En eso coinciden todos los canes, pero no tanto sus acompañantes humanos: algunos recogen, otros miran en derredor y si no hay miradas indiscretas dejan con disimulo el regalito para el primer zapato ávido de suerte –dicen que eso da suerte- y otros no necesitan mirar, su derecho de ciudadanos ejemplares les asiste a dejar la cosita decorando el pavimento, el de cemento triste y el de elegante pavés, pues no observo mucha diferencia estadística entre los paseantes en zapatillas y los de fino zapato.

Así que el cambio de sede nos ha traído nuevos paisajes, nuevas gentes, mejor pavimento, desde luego, pero las mismas cacas o, al menos, muy parecidas pues mi afición y sincero afecto a los perros no me ha llevado todavía a la observación sistemática de sus deposiciones.

La calle es corta y pronto conoces a sus gentes. Ya le he visto varias veces. Pasea con su pastor alemán. Más que pasear parece que recorre la calle arriba y abajo con cierta urgencia, sin prisa pero esperando que algo suceda. Y, claro, sucede: el noble perro mirando de reojo, como si pidiese disculpas se contrae en cuclillas y ¡voilá!, la naturaleza es la naturaleza y la digestión tiene sus efectos secundarios, productos más que efectos.

Saca el paseante una bolsa de la faltriquera, tantea la espalda del can como buscando la columna vertebral y la sigue con la mano, así llega hasta el suelo, el perro se aparta y recoge la inmundicia y no contento, limpia alrededor. No busca una papelera porque aunque la hubiese no la vería. No la
vería como tampoco ve la pringue con la que otros dueños de perros enguarran la acera –porque la enguarran los dueños por omisión, más que los canes por acción- ni ve los cientos de lamparones de aspecto bituminoso que en otro tiempo fueron goma de mascar. Y no los ve porque el pastor alemán es un perro lazarillo y el buen paseante imagina en su mundo sin luz y sin color una calle limpia y brillante que no se siente con derecho a ensuciar.

 Ni el ciego ni su perro van a cambiar el mundo, pero cuando les veo cada mañana, me recuerdan sin palabras que le cuente a alguien lo que yo sí puedo ver. Y quería dedicarles esta cuartilla porque si entre todas las mierdas que embadurnan la acera hubiese una disculpable sería esa que no está porque se la llevó alguien que ni siquiera la veía y que desde su tiniebla ofrece la luz de su ejemplo todas las mañanas, sin saberlo, sin pretenderlo, con la naturalidad de quien hace lo que sabe que tiene que hacer. Sin más.

Una nota y una disculpa: lo narrado es real y perdón si el tono escatológico del escrito resulta a alguien desagradable.