jueves, 17 de octubre de 2013

La mirada de un niño

No soy dado a las efemérides, pero hoy, por casualidad, leo que un 16 de octubre de 1986 Reinhold Messner pisó la cumbre de su decimocuarto ochomil, el Lhotse. Se convertía así en la primera persona en ascender a las catorce cumbres de más de ocho mil metros existentes.

Mucho ha nevado desde entonces y más sobre aquellas lejanas cumbres. Desde que la expedición de Maurice Herzog conquistó el primer ochomil, el Annapurna, el Himalaya y el Karakorum han sido escenario de muchos hitos en la historia del montañismo: Hillary y Tensing ascendieron por primera vez al Everest, el más alto; también Messner fue el primero en coronar el Everest sin ayuda de oxígeno; Edurne Pasabán, primera mujer en ascender a los catorce ochomiles y en estos días Carlos Soria encamina sus esfuerzos para ser el primer veterano con más de sesenta años que corona los catorce ochomiles.

Hitos en la historia del montañismo, hitos en la historia del deporte en general e hitos en esa carrera del ser humano hacia el desconocido confín de sus límites.

Tuve la suerte de conocer hace bastantes años a Reinhold Messner: le recuerdo enjuto, fibroso, de tez curtida por las inclemencias de la montaña, pero le recuerdo sobre todo sencillo, muy sencillo intentando comprender y hacerse comprender con los rudimentos de un inglés que casi ninguno dominábamos. Con Carlos Soria tuve más contacto: cuando se le encontraba por la Sierra del Guadarrama compartía chascarrillos, experiencias y, si se terciaba, el bocadillo de chorizo con todos, montañeros de niveles y edades bien dispares.

Personas que han hecho y hacen historia del deporte. Personas que son ejemplo de superación y esfuerzo. Personas que han alcanzado la fama por su tesón como cualquier deportista de élite, aunque con algunas diferencias, sobre todo en los medios iniciales y, más aún, en los ceros de la cuenta bancaria. Porque en lo mediático no cabe siquiera la comparación.

Pero si refiero todo esto no es para vanagloriarme por quién tuve la suerte de conocer, pues no hay
mérito alguno en ello, sino simples circunstancias. Lo refiero porque no olvido una mirada de un niño: en aquellos ojos había ilusión, súplica, emoción y desesperación. El niño gritaba un nombre. Tampoco olvido otra mirada, la de un adulto, indolente, al frente, tras el cristal de un autobús, uno de esos autobuses altos, grandes, de lujo, imponentes, que serigrafiados con los emblemas de un equipo de fútbol transportan unos cuantos cientos de millones de euros en carne de deportista. Imagino cómo hubiese cambiado la mirada del niño si aquel adulto hubiese tan solo girado levemente la cabeza, cruzado una mirada y esbozado una sonrisa. Algún grave tortícolis impidió la magia que torna la súplica en infantil felicidad. Un tortícolis de vanidad y prepotencia.

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